Adicción bajo control: el negocio oculto de los gobiernos

Durante décadas, se nos ha dicho que la adicción es una tragedia personal, un problema de salud pública que requiere compasión, tratamiento y castigo para quienes la propagan. Sin embargo, esa narrativa solo cuenta la mitad de la historia. Lo que rara vez se dice y mucho menos se investiga, es cómo los gobiernos, lejos de combatir seriamente las causas del consumo, han convertido la adicción en una herramienta funcional: una palanca de control social y una fuente permanente de ingresos, directa o indirectamente.

L@S COLUMNISTAS

Raúl León Guzmán

8/4/20253 min read

Durante décadas, se nos ha dicho que la adicción es una tragedia personal, un problema de salud pública que requiere compasión, tratamiento y castigo para quienes la propagan. Sin embargo, esa narrativa solo cuenta la mitad de la historia. Lo que rara vez se dice y mucho menos se investiga, es cómo los gobiernos, lejos de combatir seriamente las causas del consumo, han convertido la adicción en una herramienta funcional: una palanca de control social y una fuente permanente de ingresos, directa o indirectamente.

La adicción es rentable. No solo para los cárteles y los traficantes, sino para instituciones completas que giran alrededor de su existencia: prisiones privadas, corporaciones farmacéuticas, centros de rehabilitación con fines de lucro, fuerzas armadas y agencias de seguridad que cada año reciben más recursos públicos para una “guerra” que jamás piensan ganar.

Resulta sospechoso que, con todos los avances tecnológicos y logísticos que poseen los Estados modernos, el combate al narcotráfico no solo fracase, sino que se estire indefinidamente como una serie sin final. Se militarizan territorios, se aprueban presupuestos multimillonarios y se multiplican las detenciones. Sin embargo, el flujo de drogas permanece. El mercado no disminuye: se transforma, se adapta, se globaliza.

¿Y qué hacen los gobiernos ante esta realidad? Muy poco, o lo justo para mantener la narrativa activa y seguir justificando estructuras que viven de la crisis. El resultado es un equilibrio perverso: una adicción “bajo control”. No erradicada, sino regulada por el caos. Permitida en silencio mientras se criminaliza a los mismos consumidores a los que se dice querer salvar.

Más aún: algunas farmacéuticas, con licencia oficial, han fabricado drogas legales aún más devastadoras que las ilegales. El escándalo de los opioides en Estados Unidos —respaldado durante años por agencias del Estado— es prueba contundente de que la adicción puede ser legal, siempre que sea rentable.

¿Quién paga los platos rotos? Las familias, los jóvenes en comunidades marginadas, los trabajadores adictos a medicamentos que nunca debieron ser recetados, los miles que mueren cada año por sobredosis. Mientras tanto, los responsables de sostener este sistema maquillan cifras, crean discursos de “prevención” vacíos y siguen recibiendo cheques.

Es hora de dejar de ver la adicción como un simple drama personal. Es, en muchos casos, una construcción sistémica. Una cadena de intereses donde el dolor ajeno se transforma en dinero, y la vida humana vale menos que el flujo constante del negocio.

Los gobiernos no pueden seguir fingiendo que luchan contra un enemigo que ellos mismos alimentan. Porque cuando la adicción se mantiene “bajo control”, lo que en realidad se controla no es la droga… sino a la sociedad.

Por ello, la solución no puede venir de quienes lucran con el problema. Se requiere una transformación profunda que inicie con la concientización social: hablar sin miedo sobre las causas estructurales del consumo, romper con la normalización y la apología del delito en medios, redes y discursos oficiales, y generar alternativas reales para las juventudes y comunidades vulnerables, donde el futuro no dependa del narco ni de la evasión.

Hace falta una estrategia nacional de oportunidades, donde el empleo digno, la educación crítica, el arte y la salud mental dejen de ser lujos y se conviertan en derechos garantizados. Pero también es urgente implementar programas sistemáticos de combate a las adicciones desde la raíz cultural, no desde el castigo.

Solo con una ciudadanía informada, crítica y organizada será posible desmontar esta estructura. Porque mientras sigamos creyendo que la adicción es un problema de individuos y no un síntoma de un sistema enfermo, seguiremos repitiendo el mismo ciclo: víctimas, cárceles, cheques… y silencio.