Cuando el agua se vuelve ausencia
En la Sierra Tarahumara, la sequía no es solo la falta de agua. Es la ausencia de vida, el silencio de la tierra que ya no germina, la mirada cansada de una abuela rarámuri que cada año debe caminar más lejos por un poco de líquido que apenas alcanza para cocinar.
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En la Sierra Tarahumara, la sequía no es solo la falta de agua. Es la ausencia de vida, el silencio de la tierra que ya no germina, la mirada cansada de una abuela rarámuri que cada año debe caminar más lejos por un poco de líquido que apenas alcanza para cocinar.
He caminado esa tierra. La he visto abrirse en grietas, como si también llorara. Y he sentido en el aire una especie de lamento: no el de la naturaleza que muere, sino el de la humanidad que no escucha.
El cambio climático no es un invento. Aquí tiene rostro. Tiene nombres. Se llama Juárez, se llama Guachochi, se llama Norogachi. Son los niños que se bañan una vez por semana, los cultivos que ya no alcanzan para el trueque, los ríos que son ahora caminos polvosos.
Lo más triste es que, mientras el mundo industrializado discute metas para el 2050, aquí el 2025 ya llegó con hambre y sed. Y no, no es solo un tema de agua. Es también un tema de memoria. Porque nuestros pueblos originarios llevan siglos sabiendo lo que nosotros apenas estamos redescubriendo: que no se puede vivir en guerra con la tierra.
Ellos hablan con ella. Le cantan, le piden permiso. Entienden el tiempo como un ciclo, no como una línea recta que devora lo que toca. En sus rituales, el agua no es un recurso, es un ser sagrado. Y tal vez por eso resisten, mientras nosotros apenas reaccionamos.
Tenemos que detenernos. Escuchar. No solo a los científicos —que también— sino a los sabios que habitan los cerros. A las mujeres que siembran bajo la luna, a los abuelos que miran el color de las nubes y saben si lloverá. Su conocimiento no es folclor: es ciencia viva, espiritualidad práctica.
La Sierra no necesita caridad. Necesita justicia climática. Y esa empieza reconociendo que el verdadero desarrollo no destruye lo que sostiene la vida. Si perdemos la relación con la tierra, lo perderemos todo.
Yo no escribo esto desde la comodidad del aire acondicionado. Lo escribo con las botas llenas de polvo, con los ojos ardiendo de sol, pero también con el corazón lleno de esperanza. Porque si algo he aprendido en este territorio, es que donde hay comunidad, hay posibilidad.
Y mientras quede un solo niño corriendo entre los pinos, una sola mujer recogiendo plantas medicinales, una sola oración lanzada al cielo por lluvia, la Sierra Tarahumara no se rinde. Pero es hora de que el resto del país —y del mundo— despierte.
Porque cuando el agua se vuelve ausencia, la vida misma se nos escapa.