De Rousseau a Washington: la nación pactada.

Estados Unidos sigue siendo una potencia, pero enfrenta una crisis de sentido: ¿qué los une ahora, más allá de la ley? La Constitución, que antes era su símbolo de fe común, hoy se interpreta de mil maneras distintas. Los valores que una vez definieron al país libertad, oportunidad, igualdad parecen haber perdido su significado compartido.

L@S COLUMNISTAS

Raúl León Guzmán

11/4/20252 min read

Decir que Estados Unidos es un país, pero no una nación, es reconocer que su unidad no proviene de una identidad común, sino de un acuerdo. Desde su origen, el proyecto estadounidense se sostuvo sobre una idea política la libertad individual más que sobre un sentido cultural compartido.

Cuando los padres fundadores redactaron su Constitución, no pretendían definir una cultura, sino garantizar derechos. Su propósito no era crear una nación en el sentido europeo un pueblo unido por lengua, historia o religión, sino una comunidad de ciudadanos regida por la ley. Así nació una nación pactada, una república sostenida por un contrato social más que por una identidad emocional.

Ese contrato funcionó durante siglos porque ofrecía algo poderoso: la promesa de que cualquier persona, sin importar su origen, podía prosperar si creía en el sistema. El “sueño americano” fue, en realidad, una extensión de ese pacto: la confianza colectiva en que el esfuerzo individual bastaba para alcanzar el bienestar.

Pero en los últimos años, ese contrato se ha ido resquebrajando. Las desigualdades económicas, la polarización política, los conflictos raciales y el desencanto con las instituciones han puesto en duda la validez de la promesa. Cada grupo social defiende su propia versión del país, su propio significado de libertad y de justicia. En lugar de una nación cohesionada, Estados Unidos parece hoy un mosaico de comunidades enfrentadas bajo una misma bandera.

El problema de haber construido una nación sobre un contrato es que los contratos se rompen cuando una de las partes deja de confiar en ellos a causa del incumplimiento. Y eso es lo que está ocurriendo. Las instituciones ya no generan confianza, el sistema político se percibe corrupto, y la narrativa del mérito individual ya no convence a quienes viven la exclusión o la desigualdad.

Estados Unidos sigue siendo una potencia, pero enfrenta una crisis de sentido: ¿qué los une ahora, más allá de la ley? La Constitución, que antes era su símbolo de fe común, hoy se interpreta de mil maneras distintas. Los valores que una vez definieron al país libertad, oportunidad, igualdad parecen haber perdido su significado compartido.

Tal vez el desafío del siglo XXI para Estados Unidos no sea solo económico o geopolítico, sino existencial: reconstruir la confianza en su propio contrato social. Porque una nación no se sostiene solo por el cumplimiento de reglas, sino por la convicción de que vale la pena seguir compartiendo un destino.

De Rousseau a Washington, el experimento estadounidense demostró que una comunidad puede nacer del pacto. Lo que está por verse es si puede sobrevivir a la pérdida de fe en ese pacto.