Tenochtitlán: El Despertar de la Memoria
Estamos a las puertas de un momento histórico: la conmemoración de los 700 años de la fundación de México-Tenochtitlan.
L@S COLUMNISTASPUEBLOS ORIGINARIOS


Estamos a las puertas de un momento histórico: la conmemoración de los 700 años de la fundación de México-Tenochtitlan. Esta no es solo una fecha en el calendario, sino una oportunidad crucial para que los habitantes de la Ciudad de México miren hacia adentro y redescubran la identidad ancestral que yace bajo el asfalto. Es un llamado para aquellos que aún no se han sumergido en la vasta cultura y la magnífica historia que esta metrópoli heredó.
Aunque fue uno de los últimos grandes asentamientos en florecer en el Valle de Anáhuac, su grandeza no surgió de la nada. Tenochtitlan supo recoger y magnificar el vasto conocimiento tolteca, bebiendo de la sabiduría de los pueblos que le precedieron, como los tepanecas y los acolhuas. Se convirtió en la síntesis y la culminación de siglos de civilización.
Tenochtitlan representa la última gran urbe del México antiguo, una ciudad que maravilló a propios y extraños. Su espectacular organización, su trazado casi perfecto y la armonía social que regía a sus habitantes son legendarios. Fuentes históricas estiman que llegó a albergar a más de doscientos mil habitantes de forma permanente, y en las grandes festividades de su calendario solar, la población flotante podía alcanzar las trescientas mil almas. Eran cifras que la ponían a la par de las grandes capitales del mundo de su tiempo, como Roma o Constantinopla en sus épocas de mayor auge.
La ubicación de sus monumentales templos no era producto del azar, sino de una precisión matemática. Los conocimientos de arqueoastronomía fueron fundamentales; cada hueiteocalli, cada templo, funcionaba como un marcador solar y estelar. El Templo Mayor, con su dualidad dedicada a Tláloc —dios de la lluvia y el sustento— y a Huitzilopochtli —dios solar y de la guerra—, o los espacios erigidos en honor a Quetzalcóatl, no eran simples lugares de adoración. Eran centros de conocimiento que contenían y representaban la compleja cosmovisión mexica sobre la vida, la muerte y el universo.
Hoy, de aquella magnificencia quedan los vestigios que se asoman en el corazón del Centro Histórico, recordándonos el esplendor perdido. Y mientras nos acercamos a un par de años de que el ciclo marque una nueva celebración del Fuego Nuevo —la ceremonia que cada 52 años simbolizaba la renovación del cosmos—, la sociedad capitalina parece estar reencontrando esa herencia.
Es algo que se siente en el aire, una vibración que recorre las venas. Porque en la sangre de los mexicanos que hoy habitamos la gran Ciudad de México aún corre esa epigenética que nos impulsa a sentir el gran retorno a nuestra esencia, a nuestra propia e innegable identidad.
Porque somos alma, corazón, sangre, color y linaje.